Santa, Andrés … ¡y que viva Martí!

Santa, Andrés… ¡y que viva Martí!

Por: Antonio Enrique González Rojas

Publicado el 20 de enero de 2017 en Altercine/IPS Cuba

https://www.ipscuba.net/espacios/altercine/atisbos-desde-el-borde/santa-andres-y-que-viva-marti/

“[…] completemos la obra de la revolución con el espíritu heroico y evangélico con que la iniciaron nuestros padres, con todos, para el bien de todos […]”

José Julián Martí y Pérez, 10 de octubre de 1889

Más que por el ensañamiento que sufre el poeta homosexual Andrés —casi proscrito, etiquetado como “gusano” y contrarrevolucionario— a manos y botas de los “representantes del pueblo cubano” que lo presionan para revelar su novela secreta, esta climática escena de Santa y Andrés (Carlos Lechuga, 2016) resulta momento notable, y sin dudas conmovedor, por cómo este une su temblorosa voz a sus ofensores cuando entonan el Himno Nacional como parte del mitin relámpago de “reafirmación y repudio” a tal “escoria”. Despojado yace de toda propiedad, segregado en las estribaciones serranas orientales a una vida de ermitaño, bajo obligado voto de silencio.

Por un breve momento, cubanos irrevocablemente antagónicos —víctimas unos por pensar autónomamente, empoderados otros por la militancia intransigente en el status quo— comulgan en un único símbolo patriótico, nacionalista, trascendente respecto a cualquier coyuntura sociopolítica. Un símbolo como el “Himno de Bayamo”, que remonta las diferencias “con todos y para el bien de todos”. Por un instante doloroso y agrio como el vino nuestro, la utopía martiana refulge, así como sucumbe ante los huevos, cuyo lanzamiento, en los inicios de los ochenta, devino deporte político nacional; y a la postre, símbolo triste de la intolerancia.

Se suma el segundo largometraje de Lechuga a una corriente fílmica cubana de ciertos aires nacionalistas, que desde finales del siglo XX brega por el entendimiento entre los cubanos, allende las divergencias coyunturales, prejuiciosas y, sobre todo, oportunistas. Apelativo a la cicatrización de tajos profundos en las esencias más íntimas de la sociedad cubana: familia, amor, amistad. Obras que subrayan los valores culturales imperecederos por encima de los contextuales. Obras que abogan por el diálogo y la convivencia.

Y además, como resorte discursivo, casi siempre apelan a la relación aparentemente dispar, contrastante, entre dos sujetos diferenciados por la dualidad de contextos que habitan. Fresa y chocolate (Tomás Gutiérrez Alea, 1993) engarza al maduro intelectual gay Diego y al joven heterosexual comunista David; Conducta (Ernesto Daranas, 2014) engarza al pre-adolescente Chala con la crepuscular Carmela; El acompañante (Pável Giroud, 2015) relaciona al héroe deportivo en desgracia con la oveja descarriada y enferma. En la cinta de marras, la mujer campesina Santa (Lola Amores) se identifica con otro intelectual gay, Andrés (Eduardo Martínez), satanizado desde el poder por el magno crimen de pensar y ser diferente a lo normado.

Amén de las semejanzas básicas con Fresa…, Santa y Andrés no desemboca en un bildungsroman propiamente dicho, con claras delimitaciones de los roles de maestro y discípulo, sino que apela a la escueta y emotiva identificación entre dos seres forzados a la misantropía desde sus respectivos y diversos cosmos. Santa nunca conoce los valores literarios ni la importancia cultural de la obra de Andrés y sus contemporáneos desaparecidos en el exilio, sino que se conmueve con la soledad, la fragilidad y la peculiaridad del proscrito. Un tanto egoístamente, termina proyectando en él sus esperanzas de reconstruir su vida.

Además de singularizarla, esta estrategia dramatúrgica de Lechuga también termina salvando la cinta del mero (y riesgoso) alegato en que se le ha querido encasillar, pues gracias a las sutilezas del constructo intimista que se entreteje entrambos caracteres, se termina priorizando la relación sentimental y el puro tono humanista, como ejes argumentales y conceptuales.

Así mismo es como terminan trascendiendo cintas tan culturalmente diferentes (y de calidades variables, vale apuntar) como la surcoreana Joint Security Area (Chan-wook Park, 2000), la venezolano-colombiana Punto y raya (Elia K. Schneider, 2005) o la alemana La vida de los otros (Florian Henckel von Donnersmarck, 2006), que igualmente revalidan la comunión humana por encima de las discrepancias contextuales, devenidas altares que exigen la inmolación de la individualidad y los valores más universales.

Tal preeminencia —y verosimilitud— de los personajes sobre el propio simbolismo o tipificación que inevitablemente encarnan, es garantizada, más que por el propio guion, por las comedidas y orgánicas interpretaciones de la Amores (¡sobre todo!) y Martínez. A salvo de extroversiones melodramáticas o de cualquier otro derroche emocional, Santa y Andrés son dos seres retraídos, contenidos, esquivos, forzados por presiones externas presentidas y preconcebidas.

Siempre a salvo del melodramatismo a que termina abocándose Fresa… con su gran e icónico abrazo final, efectivo sin dudas pero irrepetible. Hay un abrazo final entre Santa y Andrés, —¡spoiler alert!—, pero un apretón furtivo, apresurado, cohibido, fugaz, como resulta toda su relación: imposibilitada de cualquier expansión sentimental dadas las ingentes diferencias, no solo políticas, entre sus dos mundos, y por el poco tiempo con que cuentan para establecer los nexos empáticos. Pudiera decirse que es una relación “de trinchera”, de crisis.

El mayor desacierto de la cinta viene a ser el montaje, aquejado quizás por premuras, o sencillamente titubeos narrativos que no hallaron feliz consolidación en ciertas transiciones bruscas, provocadas casi siempre por las ausencias de planos. Esto ocasiona desbalances en el ritmo general, fluctuaciones bruscas en el tiempo y fricciones evidentes entre secuencias rudamente engarzadas.

Conspira esto contra la fotografía de Javier Labrador (Hotel Nueva Isla, Caballos), orgánicamente atemperada con las intenciones dramatúrgicas de Lechuga. Lejos se mantiene de cualquier pintoresquismo montuno o regodeo pornomisérico en los entornos, a la vez que a salvo de cualquier exceso opresivo de la abundancia de primeros planos; Labrador se ajusta comedidamente a los estudios de carácter de cierto hálito documental y al registro discreto, observacional, de las acciones; desplegando por momentos (los necesarios) un dominio preciso de la “cámara en mano”, cimentado siempre en un conocimiento de los valores expresivos óptimos de las coreografías gestuales, sin revelar un excesivo hieratismo, más bien una dinámica y cálida agilidad de desplazamiento de una punta a la otra de los planos-secuencia.

La relación protagónica está enmarcada en una esfera de decisivas influencias secundarias, algo desbalanceadas por tender algunos personajes a la caricatura o al boceto exiguo, pero donde descolla la precisa (por lo discreta y verosímil) interpretación de César Domínguez como un montaraz prostituto gay, otro ente marginado, relegado, atemorizado por develar su sincera naturaleza en este 1983 campesino, heteronormativo y homofóbico, algunas de las faces particulares de una intolerancia mucho más amplia e institucionalizada.

Una de las ficciones cubanas de largometraje más significativas en lo que va de siglo XXI, Santa y Andrés es fruto genuino de una curiosidad generacional (Lechuga nació en 1983) por conocer, repasar, revisar y dialogar con una contemporaneidad que pudiera rehuir la calificación de historia por lo “reciente” de su transcurso y por su importante repercusión en la inmediatez nacional. Pero la “curiosidad” recubre una necesidad mucho más medular de comprender sus circunstancias sin pre-condicionamientos institucionales-generacionales, sino desde la indagación personal e intelectual de los universales subyacentes en lo local, en lo ocasional y que —dispensando el retruécano y la cacofonía— articulan lo nacional.